miércoles, 16 de febrero de 2011

El cigarro y el mar


                          


                                Algo había en ese hombre que reclamaba mi atención, por encima de su más que pintoresca apariencia. Cada mañana coincidíamos en el paseo marítimo de esa pequeña ciudad gallega.

                                     Me gusta fumar mirando al mar; casi diría que más que gustarme, lo necesito.
Es un cúmulo de sensaciones que me relajan y en las cuales, quizás, alcanzo mi ohm.
Ese olor a vida, el sonido melódico del oleaje, la visión de ésa línea infinita que separa cielo y océano, me hacen sentir muy dentro del sueño, pensar en profundo; respirar futuros y espirar pasados.


                      Él también estaba allí bien pronto, con los ojos besando el horizonte y fumando, como yo. Nos conocíamos de vista, aunque nunca habíamos hablado. Su concentración, casi mística, marcaba la barrera. Rostro curtido, pelo blanco, casi de plata, y barba espesa. No podía negar que había navegado a menudo. Tenía esa piel de marino, tan peculiar, dura y suave a la vez, y del color del tabaco rubio que fumaba.


Antes de acudir a mi metódica y silenciosa meditación marina, tenía por costumbre tomarme un café, pues no soy persona sin él a esas horas. Aquel día, mi bar habitual había cerrado, con lo que entre en el local vecino. Allí estaba mi compañero de mirada y humo, tomándose un orujo.


- Buenos días. Póngame un café solo,y sírvale otra copa al caballero, por favor.


El hombre agradeció con un gesto. De un trago terminó la nueva copa, inclinándose hacia atrás para beberla, como quien tiene prisa, y al unísono acabé mi café, con lo que salimos juntos.

Me gustaba ése tipo. Solo hablaba si era necesario, y en ese momento nada había que decir. Ambos sabíamos sobradamente donde íbamos, y a qué, con lo que caminamos calle abajo juntos, en silencio.
Al llegar al puerto, nos acomodamos en la barandilla, y aunque respeté cierta distancia, me mantuve un poco más cercano a él que lo habitual.


- Ama usted el mar, ¿verdad? - me aventure a decir.


Él, sin mover los ojos, casi sin pestañear, me respondió con la firmeza que solo un hombre seguro de lo que dice posee.


- No.Lo odio con toda mi alma


Dicho esto, procedió a efectuar esa manía que tanta curiosidad había despertado en mi, hacia tiempo. Saco dos cigarrillos, y como siempre, primero encendió uno, que arrojo al mar, para seguidamente prender el otro y fumarlo, tranquilo y pensativo.

- ¿Tanto odia usted el mar que lo invita a fumar para que muera antes? - Pregunte, irónico.

Fue entonces cuando me miró, lento y profundo, como su voz.

- No es para el mar, amigo, es para mi hijo. El mar me lo arrebató cuando faenaba en su barca, y no me lo ha devuelto. Por eso vengo todos los días, desde hace años, a fumar con él…

Sus ojos se llenaron de brillo; los míos, de vergüenza. Y así, terminamos de fumar, en silencio. Después nos fuimos juntos, a brindar con un vino por su chico, y por su lecho.