lunes, 30 de abril de 2012

Historia de amor con fin




                                     

                                  Hay veces, cuando la soledad se pone tonta, que saco a pasear (no, eso no) mis recuerdos. He escrito “mis” sin pensar (como siempre) Por lo general no sé bien si dichos recuerdos son propios o ajenos, ni falta que hace. En mi caso, la falta de memoria (o exceso de whisky) es una bendición. Si, la amnesia me protege.
Recordaba, hace un rato, la curiosa aunque aparentemente simple historia de una pareja; de cómo coincidieron y por qué se gustaron.

Se conocieron ¿Dónde? Exacto, avispado lector, en un bar. Él era un tipo mustio y solitario. Ella, una belleza, siempre rodeada. El le ofreció, sincero, lo que podía darle; silencio y paz. Fueron muy felices (mientras duró)


Antes de conocerse, eran completamente diferentes; tanto en hábitos como en carácter. Él, introvertido y solitario, tenia por costumbre enchufarse un par de copas todas las noches, antes de subir a masticar soledad a su casa (era especialista en eso) Ella, siempre acompañada, tenía marcada ya, tan joven, esa sonrisa forzada que nos dibuja la vida social en el rostro. Esa mueca falsa (de gilipollas, si se me permite) que delata a las claras el tipo de vida que se lleva.

En cambio, de existir la simpleza hecha enigma, eso era él. Ni guapo ni feo. Ni alto ni bajo. Ni gordo ni flaco. Nada. Aparentemente nada, pero como nunca hablaba (salvo para pedir otra copa) tampoco se sabía a que atenerse. Lo mismo era un cerebro, o incluso un tipo con pasado, a saber. He ahí su único y posible atractivo.El silencio.
 Ella, por contra; mujer bandera, tremendamente tremenda. Sin desperdicio, como se suele decir. No pasaba desapercibida para nadie. Imposible.

El caso es que un buen día, y ante el asombro general, él, al verla curiosamente sola, la invito a una copa (le había dado pena verla así, decía luego) Ella aceptó. Le intrigaba ese tipo. Nadie sabe de lo que hablaron, pero se cayeron de puta madre. La muchacha, acostumbrada como estaba a que le soltaran el rollo los pocos hombres que se la intentaban ligar (solemos ser cobardes al acercarnos a una mujer más hermosa de lo normal), disfrutó de lo lindo pudiendo hablar siendo escuchada. Por fin podía desahogar, cansada ya de aguantar tantas serenatas.

El, por su parte, harto de oírse a si mismo, se sentía en la gloria escuchando los razonamientos, vivencias y conclusiones de un semejante (es un decir, lo de semejante) Además, claro esta, de recrear su vista.

Ya a solas, a la hora del sexo (tenia que llegar, no falla) fue un éxito para ambos.
Los dos descubrieron el sexo compartido. Cierto; los polvos que ella había echado eran solitarios, digamos que ególatras; ella, por vanidad, ellos por contarlo. Pasión cero. El, en cambio siempre había follado por necesidad, es decir, como hacerse una paja con pelo.
Descubrieron, además, el sexo con amor. Si, si… ya sé que no existe, pero ellos creían (o era cierto, no sé) estar enamorados. Y no hay nada como creerse algo para serlo, o para estarlo.
El auto convencimiento les dio ese placer (doble y duplicado) de dioses.
Y luego, el tacto (ah, el tacto) Él jamás se imaginó que el cuerpo de una mujer de esas que solo había visto en las películas (porno) tuviese ese tacto. Tan elástico, suave, erótico, vital. Calido y sedoso. Todo a un tiempo. Todo en una caricia que le daba más placer que la penetración en si (hasta que llego la felación, claro)

En fin, que todo salió a pedir de boca (nunca mejor dicho) Su idilio duro semanas, quizás meses, no lo sé. Pero fue intenso. Se querían, se escuchaban y gozaban. Juntos en su soledad de dos. Juntos en pareja, encontrándose a si mismos. Descubriéndose.

Al final, él se convenció por fin de lo que era; un hombre; igual de capaz o incapaz que cualquier otro. Ella se supo, a su vez, mujer normal, no mujer objeto. Mujer capacitada para acertar o equivocarse (sí, a veces se equivocan). Con lo cual, tras sus descubrimientos, su relación no tenia mucho sentido ya; todo estaba dicho, todo estaba hecho (o casi todo) Estaba (su relación) consumida y consumada.
 Algo bello debe tener fin para seguir siéndolo, y se lo pusieron (el fin), para darle la importancia que tenía y tuvo, para no consumir esa belleza en las llamas del tiempo y la desidia. No hubo dramas ni reproches. Sólo un adiós, un gracias y un te quiero. El amor, para ser cierto, debe concluir; eso decidieron y acertaron, pues aún se quieren (en el recuerdo)


Ahora os preguntareis si esto me pasó a mi; no creo, no me acuerdo.