Estoy sentado en un café, ojeando la prensa mientras
desayuno. El local es amplio y está bastante concurrido a esta hora. De entre
la gente que puebla la barra, dos individuos llaman mi atención, y no solo la
mía, sospecho. Son dos jóvenes, visiblemente cargados de copas que se agarran,
casi literalmente al mostrador. No son voceras, ni molestos, simplemente se les
adivina una larga noche de alcohol y fiesta a sus espaldas. Ojos rojos, mirada
perdida y desaliño en su vestir. Por lo demás, están a lo suyo, hablando, o
tratando de hacerlo, entre ellos; a su rollo.
Al parecer, la necesidad aprieta, y uno de ellos, tras dar
un lento vistazo en derredor, ve, no sin esfuerzo, el cartel de los servicios,
que están en el extremo opuesto del local. Hace una seña a su colega y se
aventura, sólo, a despegarse de la barra
e iniciar el previsiblemente largo camino al baño.
A los pocos pasos la cosa se complica. El muchacho pierde el
equilibrio, y tras unas aparatosas curvas y meneos, tiene que agarrarse a una
de las mesas para no caer. Con los tremendos bandazos ha tirado un par de
sillas; su cara esta blanca, los ojos entornados y las piernas separadas
formando una extraña y llamativa estructura de sostén.
El bar ha enmudecido; todas las miradas se clavan en el
chico; sorprendidas, asustadas, inquisidoras; desafiantes algunas. Todos
aguardan el siguiente movimiento. Nadie se levanta. "Joder- pienso- de ser
un ciego, una embarazada o un abuelo habría ya media docena de manos
ayudando". Tampoco yo le socorro, quizás por timidez, o tal vez por qué
soy igual de capullo que el resto.
Tras un largo y denso silencio, su amigo, que no ha perdido
detalle, toma aire, un buen trago de su copa y, cerrando los ojos, decidido, se
dirige al sitio donde se ha bloqueado su colega. Sin saber ni cómo, reúne el
valor y la pericia necesarias para agarrar a su amigo por la cintura y,
encontrando el punto de gravedad de ambos, lo conduce, despacio y a
trompicones, a los servicios. Ha sido largo, costoso, agobiante, como culminar
una montaña o correr un maratón, lo sé. Ahora por fin están los dos dentro,
refrescándose la cara, meando y lo que necesiten hacer.
La escena me recuerda, inevitablemente, a esos heroicos
soldados que en el frente, sorteando balas enemigas y jugándose el culo,
retroceden para cargar sobre los hombros a su compañero herido. Ya, estos
últimos arriesgan la vida, cierto. Pero este, el que hoy he visto, se jugó, y
perdió, a los ojos de la mayoría, la vergüenza, que a veces importa más que la
vida misma. Son actos de valor, por igual; motivados ambos por amistad,
compañerismo; decencia.
Me despierto. Todo ha sido un sueño; estoy empapado en
sudor. Me ducho y bajo a desayunar. He pedido café y copa. Quiero seguir el
camino de la gloria.