miércoles, 16 de octubre de 2013

El valor






Estoy sentado en un café, ojeando la prensa mientras desayuno. El local es amplio y está bastante concurrido a esta hora. De entre la gente que puebla la barra, dos individuos llaman mi atención, y no solo la mía, sospecho. Son dos jóvenes, visiblemente cargados de copas que se agarran, casi literalmente al mostrador. No son voceras, ni molestos, simplemente se les adivina una larga noche de alcohol y fiesta a sus espaldas. Ojos rojos, mirada perdida y desaliño en su vestir. Por lo demás, están a lo suyo, hablando, o tratando de hacerlo, entre ellos; a su rollo.

Al parecer, la necesidad aprieta, y uno de ellos, tras dar un lento vistazo en derredor, ve, no sin esfuerzo, el cartel de los servicios, que están en el extremo opuesto del local. Hace una seña a su colega y se aventura, sólo, a despegarse de la barra  e iniciar el previsiblemente largo camino al baño.
A los pocos pasos la cosa se complica. El muchacho pierde el equilibrio, y tras unas aparatosas curvas y meneos, tiene que agarrarse a una de las mesas para no caer. Con los tremendos bandazos ha tirado un par de sillas; su cara esta blanca, los ojos entornados y las piernas separadas formando una extraña y llamativa estructura de sostén.

El bar ha enmudecido; todas las miradas se clavan en el chico; sorprendidas, asustadas, inquisidoras; desafiantes algunas. Todos aguardan el siguiente movimiento. Nadie se levanta. "Joder- pienso- de ser un ciego, una embarazada o un abuelo habría ya media docena de manos ayudando". Tampoco yo le socorro, quizás por timidez, o tal vez por qué soy igual de capullo que el resto.
Tras un largo y denso silencio, su amigo, que no ha perdido detalle, toma aire, un buen trago de su copa y, cerrando los ojos, decidido, se dirige al sitio donde se ha bloqueado su colega. Sin saber ni cómo, reúne el valor y la pericia necesarias para agarrar a su amigo por la cintura y, encontrando el punto de gravedad de ambos, lo conduce, despacio y a trompicones, a los servicios. Ha sido largo, costoso, agobiante, como culminar una montaña o correr un maratón, lo sé. Ahora por fin están los dos dentro, refrescándose la cara, meando y lo que necesiten hacer.

La escena me recuerda, inevitablemente, a esos heroicos soldados que en el frente, sorteando balas enemigas y jugándose el culo, retroceden para cargar sobre los hombros a su compañero herido. Ya, estos últimos arriesgan la vida, cierto. Pero este, el que hoy he visto, se jugó, y perdió, a los ojos de la mayoría, la vergüenza, que a veces importa más que la vida misma. Son actos de valor, por igual; motivados ambos por amistad, compañerismo; decencia.


Me despierto. Todo ha sido un sueño; estoy empapado en sudor. Me ducho y bajo a desayunar. He pedido café y copa. Quiero seguir el camino de la gloria.